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Don Álvaro, el guardián del cempasúchil en Catemaco: 16 años sembrando luz para los muertos y esperanza para los vivos

En Matacalcintla, una pequeña comunidad escondida entre los verdes montes de Catemaco, florece una historia de amor, fe y arraigo que perfuma el aire cada otoño. Es la historia de don Álvaro Palafox, un hombre que desde hace 16 años dedica su vida al cultivo de la flor más simbólica de México: el cempasúchil, la flor de los veinte pétalos, la que guía el camino de las almas en el Día de Muertos.

“Cuando tenía diez años vi una plantita nacer junto al río. Mi madre me dijo que no la tocara porque atraía a los muertos”, recuerda don Álvaro con una sonrisa que mezcla respeto y ternura. “Desde ese momento supe que algún día la cultivaría. Era como si la tierra me lo pidiera”.

Aquel niño soñador se convirtió en el guardián de una tradición que se niega a morir. Desde julio, don Álvaro prepara la tierra con paciencia ritual: remueve el suelo, esparce abono, selecciona cuidadosamente la semilla —“la veracruzana, porque la poblana no prende aquí”— y espera. Durante cuatro meses, cuida cada tallo con la devoción de quien cultiva no solo flores, sino memorias.

Su trabajo es artesanal y sagrado. A los dos meses, la planta levanta la cabeza; al tercero, aparecen los botones; al cuarto, estalla en un mar anaranjado que pinta los campos de Matacalcintla como si el sol hubiera decidido dormir sobre la tierra.

Al principio, su venta era pequeña. Cargaba sus manojos en un camión rumbo a Coatzacoalcos, tocando puertas, buscando compradores. Hoy, tras años de esfuerzo, ha logrado consolidar una clientela fiel en toda la región. En esta temporada, cultiva una hectárea completa, donde cada flor tiene un destino: un altar, una ofrenda, un recuerdo. Los precios van de 50 a 200 pesos por manojo, dependiendo de la cantidad y el tamaño.

“Esto no es solo negocio. Es una promesa que le hice a la tierra. Mi sueño es que la gente siga comprando para que no se pierda la tradición”, dice, con la voz serena y los ojos brillantes bajo el sol del mediodía.

La historia de don Álvaro es también una lección sobre el valor del trabajo rural en Veracruz: una muestra de cómo el respeto a los ciclos naturales y el amor a la tierra pueden convertirse en una forma de resistencia cultural frente al olvido.

“Invito a todos a venir a Matacalcintla, a conocer cómo se siembra el cempasúchil, a llevarse su manojo. Es la flor que nos conecta con quienes ya no están”, afirma con orgullo.

Cada pétalo que brota en los campos de don Álvaro es una ofrenda a la memoria colectiva, un puente entre los mundos y un recordatorio de que la vida, como su flor, siempre resurge del polvo, iluminando el camino de los que vuelven cada noviembre.

Redacción Reportaje Veracruzano

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