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Kenia no murió por bala perdida: fue asesinada por un Estado omiso que dejó de luchar por la vida

Sayula de Alemán sangra una vez más. Y esta vez, la sangre que mancha su tierra es la de Kenia Maldonado, una joven madre que no cometió ningún delito más allá de estar en el lugar y la hora equivocada, mientras la muerte, con rostro de sicarios, cumplía su faena sobre un joven que tampoco verá el amanecer de nuevo. Kenia recibió una bala “perdida”, pero esa bala tenía dirección: iba dirigida contra toda una sociedad abandonada a su suerte. Contra ti, contra mí, contra cualquiera.

Dos niños quedan huérfanos. El Estado, otra vez, ausente. La justicia, una palabra sin sustancia. Y la sociedad, convertida en espectadora de su propia desgracia. Las calles se tiñen de tragedia mientras los criminales se esfuman entre la impunidad y el silencio cómplice de instituciones rebasadas, cómplices por omisión, inservibles por corrupción o simplemente desinteresadas.

La muerte de Kenia duele, pero duele más lo que simboliza: la confirmación brutal de que en México ya no hace falta ser delincuente, ni activista, ni periodista, ni político para morir violentamente. Basta con estar vivo y estar ahí. Eso nos convierte a todos en víctimas en potencia, en cifras que podrían sumarse mañana al conteo sin fin que ninguna autoridad se atreve a mirar de frente.

¿Y qué se escucha tras este crimen? Justificaciones absurdas, voces mediocres que aseguran que “el gobierno no puede cuidar a cada quien”. ¡Claro que no puede! ¡Pero debe garantizar justicia! Porque un Estado que no castiga el crimen no es Estado: es simulacro, es cadáver político que camina. Es semillero de impunidad. La verdadera protección no se da con escoltas, sino con leyes aplicadas y castigos ejemplares.

A Kenia la mató una bala, sí, pero el gatillo lo sostuvo también el abandono institucional, la normalización de la violencia, la cobardía de los funcionarios, la pasividad de quienes deberían indignarse pero prefieren callar.

Nos preguntamos, y con rabia legítima:
¿De verdad tenemos que resignarnos a vivir en este infierno?
¿Vamos a seguir enterrando madres, padres, hijos, hermanos, con la cabeza agachada?
¿O vamos a despertar del letargo y exigir que quienes tienen el poder hagan algo más que posar para la foto?

La historia de Kenia no debe terminar con flores y condolencias. Debe ser un grito colectivo, una sacudida moral, un parteaguas en la conciencia de Sayula, de Veracruz, de México. Porque si su muerte no nos mueve a exigir justicia, entonces no es Kenia la que ha muerto… somos nosotros.

Desde este espacio, nuestras condolencias a su familia, y nuestras palabras más duras a quienes tienen el poder de detener esta barbarie y no lo hacen.

¡Basta ya! Justicia para Kenia. Justicia para todas y todos.
Q.E.P.D.

Opinión de: Óscar Ortiz Castañeda

Reportaje Veracruzano

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