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COLUMNA: VERACRUZ: EL MAL EN COMÚN

A los ojos del gobierno de Veracruz la violencia no está desbordada. Oficialmente, es un “fenómeno” atribuible a la delincuencia organizada, una explicación cómoda que, en el papel, sirve para maquillar la crisis. Mientras las cifras sonríen en los informes oficiales —“15 % menos incidencia delictiva”, “50 % menos homicidios que en 2019”, “73 % menos feminicidios”— en las calles la sangre sigue corriendo. ¿De qué sirve el boletín gubernamental si la realidad huele a pólvora y a muerte?

El exgobernador Cuitláhuac García Jiménez nunca enfrentó de lleno la violencia. Su prioridad era dejar el cargo, aunque en los archivos de Guacamaya Leaks su nombre apareciera vinculado a facciones criminales. Antes de él, Miguel Ángel Yunes y Javier Duarte usaron el poder como plataforma de corrupción y saqueo. Y ahora, Rocío Nahle —quien conoció Veracruz en “modo relámpago” durante campaña— pretende resolver de igual manera, con discursos veloces y promesas huecas, lo que no se resolvió en años de desgobierno.

Las cifras no entierran muertos

El gobierno asegura que hay menos homicidios. Sin embargo, los veracruzanos caminan cada día por calles donde el miedo es costumbre:

Un penal en llamas: ocho muertos y 11 heridos durante un motín.

Tres cuerpos desmembrados en la carretera Papantla–Cazones, firmados por el Grupo Sombra.

Irma Hernández Cruz, maestra jubilada y taxista, asesinada por negarse a pagar piso. Su último mensaje fue escalofriante: “Con la Mafia Veracruzana no se juega…”

Candidatos ejecutados en plena campaña, con la democracia teñida de sangre.

Esos crímenes no caben en las gráficas de PowerPoint. Son gritos de dolor que exhiben el divorcio brutal entre las estadísticas y el territorio.

El verdadero rostro de Veracruz

El contraste es cruel: la sonrisa de la gobernadora en la foto oficial contra los rostros desencajados de quienes viven el terror diario.

El joven que presencia un “levantón” en plena calle.

La mujer que escucha ráfagas y corre con el corazón en la boca.

El anciano que tiembla al escuchar disparos.

El ciudadano que esquiva cuerpos descuartizados, como si fueran parte del paisaje.

Lo más devastador no es la violencia en sí, sino su normalización: la idea de que ya no pasa de la impresión, que lo mejor es callar y seguir caminando.


Extorsión y miedo como forma de vida

En Veracruz, el “cobro de piso” dejó de ser excepción para volverse regla. Comerciantes, taxistas, campesinos… todos conocen a alguien que paga, todos saben de alguien que se negó y terminó muerto. La extorsión gobierna barrios, negocios y hasta rutas de transporte. La percepción ciudadana está rota: más del 50 % de las denuncias por violencia contra mujeres nunca llegan a sentencia. La impunidad se institucionalizó

El gobierno debería existir para el bien común, pero en Veracruz opera como el mal en común. La violencia es la sombra que acompaña al ciudadano hasta su casa, al niño hasta la escuela, al comerciante hasta su puesto. Cada gota de sangre derramada es un recordatorio de que algo está podrido en el corazón político del estado.

Y mientras desde arriba se habla de “avances históricos”, abajo se entierran vecinos, amigos y familiares. La administración celebra estadísticas; la gente entierra cuerpos. La 4T prometió desterrar la corrupción y pacificar el país; en Veracruz, solo heredó el miedo.

Este no es un ejercicio de crítica: es un grito. Veracruz no necesita discursos ni gráficas maquilladas, necesita un gobierno capaz de escuchar y actuar. Porque los porcentajes no lloran; las madres, sí. Porque los indicadores no entierran muertos; los pueblos, sí. Porque la paz no se mide en Excel, sino en la tranquilidad de caminar por la calle sin miedo.

Veracruz exige que se rompa la narrativa de cifras complacientes. Veracruz exige justicia. Y sobre todo, exige vida.

Redacción Reportaje Veracruzano

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